En agosto de 2005 indicaba yo en uno de mis artículos que en el Ejecutivo Nacional había sido reiterativo respecto al reclamo a su propio equipo gubernamental por el exceso de burocracia improductiva que impedía el logro de los objetivos propuestos, advertí en esa oportunidad que el Presidente de la República no era el único que sufría los efectos de este mal, siendo que diariamente, los administradores de nuestras empresas públicas y privadas y en general cualquier ciudadano, distraen sus energías en tratar de enfrentar los efectos que el “burocratismo” infringe en las múltiples relaciones que sus representadas mantienen con el Estado. Señalé entonces que el exceso de trámites, combinado con un enfermizo afán del funcionario público por el control y el poder, sumado a la pérdida de conciencia de servidor público y la corrupción, eran circunstancias que sumados a la ambigüedad de la norma y la excesiva discrecionalidad que esta le confiere al operador de los procedimientos, conformaban una pesada amalgama que sirve de lastre al progreso de la sociedad entera. Referí también que el burocratismo termina estableciendo una maraña de trámites absurdos que distraen valiosísimos recursos de la sociedad, que paga esto con una menor calidad de vida. Hoy a unos 6 años de esas consideraciones, el problema no sólo persiste, sino que considero que se ha agravado sustancialmente.
Con la Ley de Simplificación de Trámites Administrativos promulgada en el año 1999 apenas iniciándose el primer mandato del Presidente Hugo Chávez, se abría una oportunidad de una reforma del aparato administrativo del Estado venezolano que se supone redundaría en mayor eficiencia a favor del ciudadano y una reducción significativa del burocratismo, rancio ya con décadas de consolidación en el país. Esta Ley marco proponía, o más bien decretaba, una simplificación de los trámites administrativos en los que se involucraban el ciudadano y la Administración Pública, buscando con ello mejorar esa relación vital para el desarrollo de la cotidianidad de todo un país. Esta Ley se fundamentaba en el principio de “confianza” y “buena fe” del administrado, ensayando formulas asimiladas de la gestión pública de países europeos y del norte de América. Esta fórmula legal sin embargo, no era suficiente, se requería de una convergencia de factores determinantes para el éxito del cometido de mejorar la eficiencia de la Administración Pública. Entre esos factores era evidente la necesaria voluntad política del Gobierno en todos sus niveles, la participación y exigencia de la sociedad civil organizada, el empoderamiento de los administrados y la creación de estructuras administrativas para la planificación, ejecución y seguimiento de la mentada simplificación, pero la más importante de todas, un cambio en la cultura de la sociedad, para asimilar y exigir el cambio.
La reedición en 2008 de la Ley de Simplificación de Trámites Administrativos, reconocía por parte del Poder Púbico el evidente fracaso de la antecesora de 1999, pero al mismo tiempo planteaba una especie de reimpulso a la acción de simplificación de trámites en el país para “racionalizar y optimizar las tramitaciones que realizan las personas ante la Administración Pública a los fines de mejorar su eficacia, eficiencia, pertinencia, utilidad, para así lograr una mayor celeridad y funcionalidad en las mismas, reducir los gastos operativos, obtener ahorros presupuestarios, cubrir insuficiencias de carácter fiscal y mejorar las relaciones de la Administración Pública con las personas” tal y como reza el artículo 4 de dicha Ley. Ese nuevo comienzo, esa nueva oportunidad, se volvió a perder y la Ley paradójicamente terminó siendo letra muerta como las tantas que el burocratismo contraviene para perpetuarse en el tiempo, infringiendo penurias y haciendo miserables las vidas de tantos venezolanos todos los días.
El fracaso de la simplificación de trámites administrativos en el país nos debe llamar a la reflexión, donde el más importante aprendizaje de esta batalla perdida es que la mejoría del desempeño público no depende de una Ley, sino de la capacidad que la sociedad tenga para emprender las acciones políticas y de participación ciudadana que edifiquen y fortalezcan a las instituciones que logren permear un nuevo paradigma cultural de eficiencia en la función ejercida por los servidores públicos. Se requiere para ello, más que de una Ley, del liderazgo, participación y compromiso de una sociedad consciente de la necesidad de ese cambio de paradigma.
Camilo E. London Arenas.
Lcdo. en Administrador Comercial y Asesor TributarioSocio de la firma Mata Rivas, London, Sánchez & Asociados, Asesores Empresaiales
En Twitter: @eltributario
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